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                                  ESTOS SON TEXTOS DE LIBROS HISTORICOS QUE NOS PERMITEN CONOCER NUESTRAS RAÍCES.  
                                     
                                  
                                 
                                 
                                    Informe del viceprovincial de los
                                    dominicos, 1567 
                                      
                                    Dos cosas son, serenísimo Rey, sobre las cuales a V. A. he querido
                                    escribir, que más
                                    le quisiera, si ser podiera, dar; la una es cerca de los indios naturales de la tierra; e la otra es cerca de los cristianos
                                    españoles que de Castilla
                                    han venido a poblar en ella, o por mejor decir, a despoblarla; y en ambas a dos procuré brevedad, por no ser enojoso a V.A., porque estas islas e tierras
                                    nuevamente descubiertas, y halladas tan llenas de gente, las cuales Dios Nuestro Señor puso so el poder y señorío de V. A., han sido y son oy destruidas y despobladas por las grandes crueldades
                                    que en ellas los cristianos han hecho; que decirlas aquí sería
                                    muy larga cosa, y las piadosas orejas a V. A. no las podría oír. Siendo ellas, por otra parte, gentes tan mansas, tan obedientes y tan buenas, que si entre ellos
                                    entran predicadores solos sin las fuerzas e violencias destos malaventurados cristianos, pienso que se podría en ellos fundar casi tan excelente iglesia como fue la primitiva. 
                                      
                                    Escribió
                                    Guamán Poma de Ayala:  
                                    “Estos
                                    animales que no temen a Dios desuellan a los pobres de los indios en éste reino y no hay remedio. Pobre de Jesucristo”. 
                                      
                                    
                                      (fragmento del texto de Guillermo Hernández de Alba)
                                      
                                    Veinte
                                    de Agosto. 
                                      
                                    El
                                    cabildo confiera y provea de que y en que se puede y debe echar el repartimiento y lo que acordaren que les pareciere hay
                                    que dar a la ciudad. 
                                      
                                    Proveyóse
                                    por los señores
                                    Presidente e Oidores de la Audiencia de su Majestad, en Santafé a veinte de agosto de mil quinientos e ochenta y tres 
                                    La Real Audiencia acoge tan feliz iniciativa; presurosa levanta el mismo día, información de testigo acerca de la pobreza de la ciudad cuyas rentas,
                                    mal de siglos, le eran insuficientes para costearlas, estudia la posibilidad de crear un impuesto transitorio propuesto por
                                    el procurador, "echar sisa en la carne de vaca que se pesa en la carnicería pública y en el vino que se vendiere acuartillado", o bien la apertura de una suscripción pública para financiarla. De la encuesta surge la adopción de la obra pedida con instancias por todos los vecinos de
                                    la ciudad, que dejan testimonio de su espíritu público
                                    en breve memorial del 12 de agosto siguiente, firmado por todos. 
                                      
                                    El señor
                                    Oidor, Licenciado Alonso Pérez
                                    de Solazar, el Justiciero que preside la Audiencia, toma
                                    la noble empresa como propia y en breve experto cantero labra el pilón y la airosa columna estirada que corona una esfera elipsoide, adornada
                                    con las armas de la ciudad; la cruz y las estrellas de Pérez Salazar y el escudo de Castilla, que alterna con los caños del segundo cuerpo por donde brotara sonora y armoniosa la
                                    linfa refrescante que forma con su noble juego permanente joyería de aljófar.
                                      
                                  
                                 
                                    Discurso sobre la dignidad del hombre
 
  
                                      
                                    Giovanni Pico della Mirandola 
                                      
                                    He leído en los antiguos escritos de los árabes, padres venerados,
                                    que Abdala el Sarraceno, interrogado acerca de cuál era a sus ojos el espectáculo más maravilloso en esta escena del mundo,
                                    había respondido que nada veía más espléndido que el hombre. Con esta afirmación coincide aquella famosa de Hermes: "Gran
                                    milagro, oh Asclepio, es el hombre".  
                                    Sin embargo,
                                    al meditar sobre el significado de estas afirmaciones, no me parecieron del todo persuasivas las múltiples razones que son
                                    aducidas a propósito de la grandeza humana: que el hombre, familiar de las criaturas superiores y soberano de las inferiores,
                                    es el vínculo entre ellas; que por la agudeza de los sentidos, por el poder indagador de la razón y por la luz del intelecto,
                                    es intérprete de la naturaleza; que, intermediario entre el tiempo y la eternidad es (como dicen los persas) cópula, y también
                                    connubio de todos los seres del mundo y, según testimonio de David, poco inferior a los ángeles. Cosas grandes, sin duda,
                                    pero no tanto como para que el hombre reivindique el privilegio de una admiración ilimitada. Porque, en efecto, ¿no deberemos
                                    admirar más a los propios ángeles y a los beatísimos coros del cielo?  
                                    Pero, finalmente,
                                    me parece haber comprendido por qué es el hombre el más afortunado de todos los seres animados y digno, por lo tanto, de toda
                                    admiración. Y comprendí en qué consiste la suerte que le ha tocado en el orden universal, no sólo envidiable para las bestias,
                                    sino para los astros y los espíritus ultramundanos. ¡Cosa increíble y estupenda! ¿Y por qué no, desde el momento que precisamente
                                    en razón de ella el hombre es llamado y considerado justamente un gran milagro y un ser animado maravilloso?  
                                    Pero escuchen,
                                    oh padres, cuál sea tal condición de grandeza y presten, en su cortesía, oído benigno a este discurso mío.  
                                    Ya el sumo
                                    Padre, Dios arquitecto, había construido con leyes de arcana sabiduría esta mansión mundana que vemos, augustísimo templo
                                    de la divinidad.  
                                    Había embellecido
                                    la región supraceleste con inteligencia, avivado los etéreos globos con almas eternas, poblado con una turba de animales de
                                    toda especie las partes viles y fermentantes del mundo inferior. Pero, consumada la obra, deseaba el artífice que hubiese
                                    alguien que comprendiera la razón de una obra tan grande, amara su belleza y admirara la vastedad inmensa. Por ello, cumplido
                                    ya todo (como Moisés y Timeo lo testimonian) pensó por último en producir al hombre.  
                                    Entre los
                                    arquetipos, sin embargo, no quedaba ninguno sobre el cual modelar la nueva criatura, ni ninguno de los tesoros para conceder
                                    en herencia al nuevo hijo, ni sitio alguno en todo el mundo donde residiese este contemplador del universo. Todo estaba distribuido
                                    y lleno en los sumos, en los medios y en los ínfimos grados. Pero no hubiera sido digno de la potestad paterna el decaer ni
                                    aun casi exhausta, en su última creación, ni de su sabiduría el permanecer indecisa en una obra necesaria por falta de proyecto,
                                    ni de su benéfico amor que aquél que estaba destinado a elogiar la munificencia divina en los otros estuviese constreñido
                                    a lamentarla en sí mismo.  
                                    Estableció
                                    por lo tanto el óptimo artífice que aquél a quien no podía dotar de nada propio le fuese común todo cuanto le había sido dado
                                    separadamente a los otros. Tomó por consiguiente al hombre que así fue construido, obra de naturaleza indefinida y, habiéndolo
                                    puesto en el centro del mundo, le habló de esta manera:  
                                    -Oh Adán,
                                    no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar,
                                    el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza
                                    definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescriptas. Tú, en cambio, no constreñido por
                                    estrechez alguna, te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo
                                    para que más cómodamente observes cuanto en él existe. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el
                                    fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás
                                    degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que
                                    Son divinas.  
                                    ¡Oh suma
                                    libertad de Dios padre, oh suma y admirable suerte del hombre al cual le ha sido concedido el obtener lo que desee, ser lo
                                    que quiera!  
                                    Las bestias
                                    en el momento mismo en que nacen, sacan consigo del vientre materno, como dice Lucilio, todo lo que tendrán después. Los espíritus
                                    superiores, desde un principio o poco después, fueron lo que serán eternamente. Al hombre, desde su nacimiento, el padre le
                                    confirió gérmenes de toda especie y gérmenes de toda vida. Y según como cada hombre los haya cultivado, madurarán en él y
                                    le darán sus frutos. Y si fueran vegetales, será planta; si sensibles, será bestia; si racionales, se elevará a animal celeste;
                                    si intelectuales, será ángel o hijo de Dios, y, si no contento con la suerte de ninguna criatura, se repliega en el centro
                                    de su unidad, transformando en un espíritu a solas con Dios en la solitaria oscuridad del Padre, él, que fue colocado sobre
                                    todas las cosas, las sobrepujará a todas.  
                                    ¿Quién
                                    no admirará a este camaleón nuestro? O, más bien, ¿quién admirará más cualquier otra cosa? No se equivoca Asclepio el Ateniense,
                                    en razón del aspecto cambiante y en razón de una naturaleza que se transforma hasta a sí misma, cuando dice que en los misterios
                                    el hombre era simbolizado por Proteo. De aquí las metamorfosis celebradas por los hebreos y por los pitagóricos. También la
                                    más secreta teología hebraica, en efecto, transforma a Henoch ya en aquel ángel de la divinidad, llamado "malakhha-shekhinah",
                                    ya, según otros en otros espíritus divinos. Y los pitagóricos transforman a los malvados en bestias y, de dar fe a Empédocles,
                                    hasta en plantas. A imitación de lo cual solía repetir Mahoma y con razón: "Quien se aleja de la ley divina acaba por volverse
                                    una bestia". No es, en efecto, la corteza lo que hace la planta, sino su naturaleza sorda e insensible; no es el cuero lo
                                    que hace la bestia de labor, sino el alma bruta y sensual; ni la forma circular del cielo, sino la recta razón, ni la separación
                                    del cuerpo hace el ángel, sino la inteligencia espiritual.  
                                    Por ello,
                                    si ves a alguno entregado al vientre arrastrarse por el suelo como una serpiente no es hombre ése que ves, sino planta. Si
                                    hay alguien esclavo de los sentidos, cegado como por Calipso por vanos espejismos de la fantasía y cebado por sensuales halagos,
                                    no es un hombre lo que ves, sino una bestia. Si hay un filósofo que con recta razón discierne todas las cosas, venéralo: es
                                    animal celeste, no terreno. Si hay un puro con templador ignorante del cuerpo, adentrado por completo en las honduras de la
                                    mente, éste no es un animal terreno ni tampoco celeste: es un espíritu más augusto, revestido de carne humana.  
                                    ¿Quién,
                                    pues, no admirará al hombre? A ese hombre que no erradamente en los sagrados textos mosaicos y cristianos es designado ya
                                    con el nombre de todo ser de carne, ya con el de toda criatura, precisamente porque se forja, modela y transforma a sí mismo
                                    según el aspecto de todo ser y su ingenio según la naturaleza de toda criatura.  
                                    Por esta
                                    razón el persa Euanthes, allí donde expone la teología caldea, escribe: "El hombre no tiene una propia imagen nativa, sino
                                    muchas extrañas y adventicias". De aquí el dicho caldeo: "Enosh hushinnujim vekammah tebhaoth baal haj", esto es, el hombre
                                    es animal de naturaleza varia, multiforme y cambiante.  
                                    Pero ¿a
                                    qué destacar todo esto? Para que comprendamos, desde el momento que hemos nacido en la condición de ser lo que queramos, que
                                    nuestro deber es cuidar de todo esto: que no se diga de nosotros que, siendo en grado tan alto, no nos hemos dado cuenta de
                                    habernos vuelto semejantes a los brutos y a las estúpidas bestias de labor.  
                                    Mejor que
                                    se repita acerca de nosotros el dicho del profeta Asaf: “Ustedes son dioses, hijos todos del Altísimo”. De modo
                                    que, abusando de la indulgentísima liberalidad del Padre, no volvamos nociva en vez de salubre esa libre elección que Él nos
                                    ha concedido. Invada nuestro ánimo una sacra ambición de no saciarnos con las cosas mediocres, sino de anhelar las más altas,
                                    de esforzamos por alcanzarlas con todas nuestras energías, dado que, con quererlo, podremos.  
                                    Desdeñemos
                                    las cosas terrenas, despreciemos las astrales y, abandonando todo lo mundano, volemos a la sede ultra mundana, cerca del pináculo
                                    de Dios. Allí, como enseñan los sacros misterios, los Serafines, los Querubines y los Tronos ocupan los primeros puestos.
                                    También de éstos emulemos la dignidad y la gloria, incapaces ahora desistir e intolerantes de los segundos puestos. Con quererlo,
                                    no seremos inferiores a ellos. Pero ¿de qué modo? ¿Cómo procederemos? Observemos cómo obran y cómo viven su vida.  
                                    Si nosotros
                                    también la vivimos (y podemos hacerlo), habremos igualado ya su suerte. Arde el Serafín con el fuego del amor; fulge el Querubín
                                    con el esplendor de la inteligencia; está el trono en la solidez del discernimiento. Por lo tanto, si, aunque entregados a
                                    la vida activa, asumimos el cuidado de las cosas inferiores con recto discernimiento, nos afirmaremos con la solidez estable
                                    de los Tronos. Si, libres de la acción, nos absorbemos en el ocio de la contemplación, meditando en la obra al Hacedor y en
                                    el Hacedor la obra, resplandeceremos rodeados de querubínica luz. Si ardemos sólo por el amor del Hacedor de ese fuego que
                                    todo lo consume, de inmediato nos inflamaremos en aspecto seráfico.  
                                    Sobre el
                                    Trono, vale decir, sobre el justo juez, está Dios, juez de los siglos. Por encima del Querubín, esto es, por encima del contemplante,
                                    vuela Dios que, como incubándolo, lo calienta. El espíritu del Señor, en efecto, "se mueve sobre las aguas". Esas aguas, digo,
                                    que están sobre los cielos y que, como está escrito en Job, alaban a Dios con himnos antelucanos. El seráfico, esto es, amante,
                                    está en Dios y Dios está en él: Dios y él son uno solo.  
                                    Grande
                                    es la potestad de los Tronos y la alcanzaremos con el juicio; suma es la sublimidad de los Serafines y la alcanzaremos con
                                    el amor.  
                                    Pero ¿cómo
                                    se puede juzgar o amar lo que no se conoce? Moisés amó al Dios que vio y promulgó al pueblo, como juez, lo que primero había
                                    visto en el monte. He aquí por qué está el Querubín en el medio, con "su luz que nos prepara para la llama seráfica" y, a
                                    la vez, nos ilumina el juicio de los Tronos.  
                                    Este es
                                    el nudo de las primeras mentes, el orden paládico que preside la filosofía contemplativa: esto es lo que primero debemos emular,
                                    buscar y comprender para que así podamos ser arrebatados a los fastigios del amor y luego descender prudentes y preparados
                                    a los deberes de la acción. Pero si nuestra vida ha de ser modelada sobre la vida querubínica, el precio de tal operar es
                                    éste: tener claramente ante los ojos en qué consiste tal vida, cuáles son sus acciones, cuáles sus obras. Siéndonos esto inalcanzable,
                                    somos carne y nos apetecen las cosas terrenas, apoyémonos en los antiguos Padres, los cuales pueden ofrecemos un seguro y
                                    copioso testimonio de tales cosas, para ellos familiares y allegadas.  
                                    Preguntemos
                                    al apóstol Pablo, vaso de elección, qué fue lo que hicieron los ejércitos de los querubines cuando él fue arrebatado al tercer
                                    cielo. Nos responderá como interpreta Dionisio: que se purificaban, eran iluminados y se volvían finalmente perfectos.  
                                    También
                                    nosotros, pues, emulando en la tierra de la vida querubínica, refrenando con la ciencia moral el ímpetu de las pasiones, disipando
                                    la oscuridad mental con la dialéctica, purifiquemos el alma, limpiándola de las manchas de la ignorancia y del vicio, para
                                    que los afectos no se desencadenen ni la razón delire.  
                                    En el alma
                                    entonces, así compuesta y purificada, difundamos la luz de la filosofía natural, llevándola finalmente a la perfección con
                                    el conocimiento de las cosas divinas.  
                                    Y para
                                    no restringimos a nuestros Padres, consultemos al patriarca Jacob, cuya imagen refulge esculpida en la sede de la gloria.
                                    El patriarca sapientísimo nos enseñará que mientras dormía en el mundo terreno, velaba en el reino de los cielos. Nos enseñará
                                    mediante un símbolo (todo se presentaba así a los patriarcas) que hay escalas que del fondo de la tierra llegan al sumo cielo,
                                    distinguidas en una serie de muchos escalones: en la cúspide: se sienta el Señor, mientras los ángeles contempladores alternativamente
                                    suben y bajan. Y si nuestro deber es hacer lo mismo imitando la vida de los ángeles, ¿quién osará, pregunto, tocar las escalas
                                    del Señor o con los pies impuros o con las manos poco limpias? Al impuro, según los misterios, le está vedado tocar lo que
                                    es puro.  
                                    Pero, ¿qué
                                    son estos pies y estas manos? Sin duda el pie del alma es esa parte vilísima con que se apoya en la materia como en el suelo:
                                    y yo la entiendo como el instinto que alimenta y ceba, pábulo de líbido y maestro de sensual blandura. ¿Y por qué llamaremos
                                    manos del alma a lo más irascible que, soldado de los apetitos por ellos combate y rapaz, bajo el polvo y el sol, pilla lo
                                    que el alma habrá de gozar adormilándose en la sombra? Para no ser expulsados de la escala como profanos e inmundos, estos
                                    pies y estas manos, esto es, toda la parte sensible en que tienen sede los halagos corporales que, como suele decirse, aferran
                                    el alma por el cuello, lavemos con la filosofía moral, como en agua corriente.  
                                    Pero tampoco
                                    bastará esto para volverse compañero de los ángeles que deambulan por la escala de Jacob si primero no hemos sido bien instruidos
                                    y habilitados para movernos con orden, de escalón en escalón, sin salir nunca de la rampa de la escala, sin estorbar su tránsito.
                                    Cuando hayamos conseguido esto con el arte discursivo y raciocinante y ya animados por el espíritu querúbico, filosofando
                                    según los escalones de la escala, esto es, de la naturaleza, y escrutando todo desde el centro y enderezando todo al centro,
                                    ora descenderemos, desmembrando con fuerza titánica lo uno en lo múltiple, como Osiris, ora nos elevaremos reuniendo con fuerza
                                    apolínea lo múltiple en lo uno como los miembros de Osiris hasta que, posando por fin en el seno del Padre, que está en la
                                    cúspide de la escala, nos consumaremos en la felicidad teológica.  
                                    Y preguntemos
                                    al justo Job, que antes de ser traído a la vida hizo un pacto con el Dios de la vida, qué es lo que el sumo Dios prefiere
                                    sobre todo en esos millones de ángeles que están junto a él. "La Paz", responderá seguramente, según lo que se lee en su
                                    propio libro: "[Dios es] Aquél que hace la paz en lo alto de los cielos". Y puesto que el orden medio interpreta los preceptos
                                    del orden superior para los inferiores, las palabras del teólogo Job nos sean interpretadas por el filosofo Empédocles. Éste,
                                    como lo testimonian sus carmenes, simboliza con el odio y con el amor, esto es, con la guerra y con la paz, las dos naturalezas
                                    de nuestra alma por las cuales somos levantados al cielo o precipitados a los infiernos. Y él, arrebatado en esa lucha y discordia,
                                    a semejanza de un loco, se duele de ser arrastrado al abismo, lejos de los dioses.  
                                    Sin duda,
                                    oh Padres, múltiple es la discordia en nosotros; tenemos graves luchas internas peores que las guerras civiles. Si queremos
                                    huir de ellas, si queremos obtener esa paz que nos lleva a lo alto entre los elegidos del Señor, sólo la filosofía moral podrá
                                    tranquilizarlas y componerlas. Si, sobre todo, nuestro hombre establece tregua con sus enemigos y frena los descompuestos
                                    tumultos de la bestia multiforme y el ímpetu, el furor y el asalto del león. Entonces, si más solícitos de nuestro bien, deseamos
                                    la seguridad de una paz perpetua, ésta vendrá y colmará abundantemente nuestros votos: muertas la una y la otra bestia, como
                                    víctimas inmoladas, quedará sancionado entre la carne y el espíritu un pacto inviolable de paz santísima. La dialéctica calmará
                                    los desórdenes de la razón tumultuosamente mortificada entre las pugnas de las palabras y los silogismos capciosos. La filosofía
                                    natural tranquilizará los conflictos de la opinión y las disensiones que trabajan, dividen y laceran de diversos modos el
                                    alma inquieta. Pero los tranquilizará de modo de hacernos recordar que la naturaleza, como ha dicho Heráclito, es engendrada
                                    por la guerra y por eso llamada por Homero “contienda”.  
                                    Por eso
                                    no puede damos verdadera quietud y paz estable, don y privilegio, en cambio, de su señora, la santísima teología. Ésta nos
                                    mostrará la vía hacia la paz y nos servirá de guía, y la paz viendo de lejos que nos aproximamos, "Vengan a mí", gritará,
                                    "ustedes que están cansados, vengan y los restauraré, vengan a mí y les daré la paz que el mundo y la naturaleza no puede
                                    darles".  
                                    Tan suavemente
                                    llamados, tan benignamente invitados, con alados pies como terrenos Mercurios, volando hacia el abrazo de la beatísima madre,
                                    la ansiada paz gozaremos; paz santísima, indisoluble unión, amistad unánime por la cual todos los seres animados no sólo coinciden
                                    en esa Mente única que está por encima de toda mente, sino que de un modo inefable se funden en uno sólo. Esta es la amistad
                                    que los pitagóricos llaman el fin de toda la filosofía, ésta la paz que Dios actúa en sus cielos y que los ángeles que descendieron
                                    a la tierra anunciaron a los hombres de buena voluntad para que también los hombres, ascendiendo al cielo, por ella se volviesen
                                    ángeles.  
                                    Esta paz
                                    auguremos a los amigos, auguremos a nuestro siglo, auspiciemos en toda casa en que entremos, invoquémosla para nuestra alma
                                    para que vuelva así morada de Dios, para que, expulsada la impureza con moral y con la dialéctica se adorne con toda la filosofía
                                    como con áulico ornamento, corone el frontón de las puertas con la diadema de la teología, de modo que así descienda sobre
                                    ella el Rey de la gloria y, viniendo con el Padre, ponga mansión con ella. Y si el alma se ha hecho digna de tal huésped,
                                    ya que la bondad de Él es inmensa, revestida de oro como de veste nupcial y de la múltiple variedad de las ciencias, acogerá
                                    el magnífico huésped no ya como huésped, sino como esposo, con tal de no ser de Él separada, deseará apartarse de su gente
                                    y, olvidada de la Casa de su padre y hasta de sí misma, ansiará
                                    morir para vivir en el esposo a cuya vista es preciosa la muerte de los santos. Muerte he dicho, si muerte puede llamarse
                                    esa plenitud de vida cuya meditación de los sabios dijeron que era el estudio de la filosofía.  
                                    Y también
                                    invocamos a Moisés, en poco inferior a esa rebosante plenitud de sacrosanta e inefable inteligencia con cuyo néctar los ángeles
                                    se embriagan. Oiremos al juez venerando dictarnos así leyes, a nosotros que habitamos en la desierta soledad del cuerpo: “Aquéllos
                                    que, aún impuros, necesiten de la moral, habiten con el vulgo fuera del tabernáculo, bajo el cielo descubierto como los sacerdotes
                                    tesalios, hasta que estén purificados. Aquéllos, en cambio, que ya compusieron sus costumbres, acogidos en el santuario, no
                                    toquen todavía las cosas sagradas, sino, a través de un noviciado dialéctico, como celosos levitas presten servicio en los
                                    sagrados oficios de la filosofía. Admitidos al fin también ellos, contemplen, en el sacerdocio de la filosofía, ya el multicolor,
                                    es decir, sidéreo ornamento del palacio de Dios, ya el celeste candelabro de siete llamas, ya los elementos de piel, para
                                    que, acogidos finalmente en las profundidades del templo por méritos de la sublimidad teológica, apartado todo velo de imágenes,
                                    de la gloria de la divinidad. Esto ciertamente nos ordena Moisés y, ordenando así, nos aconseja, nos incita y nos exhorta
                                    a preparamos por medio de la filosofía, mientras podamos, el camino de la futura gloria celeste.  
                                    Pero no
                                    sólo los misterios mosaicos y los misterios cristianos, sino asimismo la teología de los antiguos nos muestra el valor y la
                                    dignidad de estas artes liberales de las cuales he venido a discutir. ¿Qué otra cosa quieren significar, en efecto, en los
                                    misterios de los griegos los grados habituales de los iniciados, admitidos a través de una purificación obtenida con la moral
                                    y la dialéctica, artes qué nosotros consideramos ya artes purificatorias? ¿Y esa iniciación, qué otra cosa puede ser sino
                                    la interpretación de la más oculta naturaleza mediante la filosofía?  
                                    Y finalmente,
                                    cuando estaban así preparados, sobrevenía la famosa Epopteia, vale decir, la inspección de las cosas divinas mediante la teología.
                                    ¿Quién no desearía ser iniciado en tales misterios? ¿Quién, desechando toda cosa terrena y despreciando los bienes de la fortuna,
                                    olvidado del cuerpo, no deseará, todavía peregrino en la tierra, llegar a comensal de los dioses y, rociado del néctar de
                                    la eternidad, recibir, criatura mortal, el don de la inmortalidad? ¿Quién no deseará estar así inspirado por aquella divina
                                    locura socrática, exaltada por Platón en el Fedro, ser arrebatado con rápido vuelo a la Jerusalén celeste, huyendo con el batir de las alas y de los pies de este mundo, reino maligno? 
                                    ¡Oh sí,
                                    que nos arrebaten, oh padres, que nos arrebaten los socráticos furores sacándonos fuera de la mente hasta el punto de ponernos
                                    a nosotros y a nuestra mente en Dios!  
                                    Y ciertamente
                                    que por ellos seremos arrebatados si antes hemos cumplido todo cuanto está en nosotros; si con la moral, en efecto, han sido
                                    refrenados hasta sus justos límites los ímpetus de las pasiones, de modo que éstas se armonicen recíprocamente con estable
                                    acuerdo: si la razón procede ordenadamente mediante la dialéctica, nos embriagaremos, como excitados por las Musas, con la
                                    armonía celeste. Entonces Baco, señor de las Musas, manifestándose a nosotros, vueltos filósofos, en sus misterios, esto es,
                                    en los signos visibles de la naturaleza, los invisibles secretos de Dios, nos embriagará con la abundancia de la mansión divina
                                    en la cual, si somos del todo fieles como Moisés, la sobreviniente santísima teología nos animará con dúplice furor.  
                                    Sublimados,
                                    en efecto, en su excelsa atalaya, refiriendo a la medida de lo eterno las cosas que son, que fueron y que serán, y observando
                                    en ellas la original belleza, cual febeos vates, sus amadores alados, hasta que, puestos fuera de nosotros en un indecible
                                    amor, poseídos por un estro y llenos de Dios como Serafines ardientes, ya no seremos más nosotros mismos, sino Aquél que nos
                                    hizo.  
                                    Los sacros
                                    nombres de Apolo, si alguien escruta a fondo sus significados y los misterios encubiertos, demuestran suficientemente que
                                    este dios era filosofo no menos que poeta. Pero habiendo ya copiosamente ilustrado esto Ammonio, no hay razón para que yo
                                    lo trate de otra manera. Recordemos, no obstante, oh padres, los tres preceptos délficos indispensables a aquéllos que están
                                    por entrar en el sacrosanto y augustísimo templo, no del falso sino del verdadero Apolo que ilumina toda alma que viene a
                                    este mundo: verán que no reclaman otra cosa que no sea abrazar con todas nuestras fuerzas aquella triple filosofía sobre la
                                    que ahora discutimos.  
                                    En efecto,
                                    aquel medén agan, esto es, "nada con exceso", prescribe rectamente la norma y la regla de toda virtud según el criterio del
                                    justo medio, del cual trata la moral. Y el famoso gnothi seautón, esto es, "conócete a ti mismo", incita y exhorta al conocimiento
                                    de toda la naturaleza, de la cual el hombre es intersticio y como connubio. Quien, en efecto, se conoce a sí mismo, todo en
                                    sí mismo conoce, como ha escrito primero Zoroastro y después Platón en Alcibíades. Finalmente, iluminados en tal conocimiento
                                    por la filosofía natural, próximos ahora a Dios y pronunciando el saludo teológico Él, esto es, Tú eres, llamaremos al verdadero
                                    Apolo familiar y alegremente.  
                                    Interrogaremos
                                    también al sapientísimo Pitágoras, sabio sobre todo por no haberse nunca considerado digno de tal nombre. Nos prescribirá
                                    en primer lugar, "No sentamos sobre el celemín", esto es, no dejar inactiva aquella parte racional con la cual el alma mide
                                    todo, juzga y examina, sino dirigirla y mantenerla pronta con el ejercicio y la regla de la dialéctica. Nos indicará luego
                                    dos cosas que hay que primero evitar: "Orinar frente al Sol" y "Cortarnos las uñas durante el sacrificio". Sólo cuando con
                                    la moral hayamos expulsado de nosotros los apetitos superfluos de la voluntad y hayamos despuntado las garras ganchudas de
                                    la ira y los aguijones del ánimo, sólo entonces empezaremos a intervenir en los sagrados misterios de Baco, de los cuales
                                    hemos hablado, y a dedicarnos a la contemplación de la cual el Sol es merecidamente reputado padre y señor. Nos aconsejará,
                                    en fin, "alimentar el gallo", de saciar con el alimento y la celeste ambrosía de las cosas divinas la parte divina de nuestra
                                    alma. Es éste el gallo cuyo aspecto teme y respeta el león, esto es toda potestad terrena. Es éste el gallo al cual según
                                    Job fue dada la inteligencia. Al canto de este gallo se orienta el hombre extraviado. Este es el gallo que canta cada día
                                    al alba, cuando los astros matutinos alaban al Señor. Este es el gallo que Sócrates moribundo, en el momento en que esperaba
                                    reunir lo divino de su alma con la divinidad del Todo y ya lejos del peligro de enfermedad corpórea, dijo ser deudor a Esculapio,
                                    o sea, el médico de las almas.  
                                    Examinemos
                                    también los documentos de los caldeos y, si les damos fe, encontraremos que en virtud de las mismas artes se abre a los mortales
                                    la vía de la felicidad. Escriben los intérpretes caldeos que fue sentencia de Zoroastro que el alma era alada y que, al caérseles
                                    las alas, se precipita al cuerpo y vuelve a volar al cielo cuando de nuevo le crecen. Habiéndole preguntado los discípulos
                                    de qué modo podrían volver al alma apta para el vuelo, con las alas bien emplumadas, respondió: "Rociar las alas con las aguas
                                    de la vida". Y habiéndole preguntado a su vez dónde podrían alcanzar estas aguas, les respondió, según su costumbre, con una
                                    parábola: "El paraíso de Dios está bañado e irrigado por cuatro ríos: alcancen allí las aguas salvadoras". El nombre del río
                                    que corre en el Septentrión se dice Pischon, que significa justicia; el del ocaso tiene por nombre Dichon, vale decir, expiación;
                                    el de oriente se llama Chiddekel, y quiere decir luz, y el que corre, en fin, a mediodía, se llama Perath, y se puede interpretar
                                    fe. Fíjense, oh padres, y consideren con atención el significado de estos dogmas de Zoroastro. No significan, ciertamente,
                                    sino que purifiquemos la legañosidad de los ojos con la ciencia moral, como con ondas occidentales; que con la dialéctica,
                                    como un nivel boreal, fijemos atentamente la mirada; que luego debemos habituamos a soportar en la contemplación de la naturaleza
                                    de la luz todavía débil de la verdad, como primer indicio del sol naciente; hasta que, por último, mediante la piedad teológica
                                    y el santísimo culto de Dios, podamos resistir vigorosamente, como águilas del cielo, el fulgurante esplendor del sol a mediodía.
                                     
                                    Estos son,
                                    acaso, los conocimientos matutinos, meridianos y vespertinos cantados primero por David y después explicados más ampliamente
                                    por Agustín. Esta es la luz esplendente que inflama directa a los Serafines y que al par ilumina a los Querubines. Esta es
                                    la razón a que siempre tendía el padre Abraham. Este es el lugar donde, según la enseñanza de los cabalistas y los moros,
                                    no hay sitio para los espíritus inmundos. 
                                    FIN
                                     
                                  
                                 
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